(post hecho sin mucho cariño que digamos)
Viernes, a la noche
Hoy perdí la billetera. Soy un boludo; mi desorden crónico no tiene cura.
Lunes, a la tarde
He demorado la denuncia de “extravío de célula nacional” de identidad más de lo aconsejable. Cualquier lumpen amigo de los objetos que no le pertenecen podría estar haciendo su trabajo, y dejando mi billetera en el lugar del hecho. Decido que, definitivamente, una improbable estadía en la cárcel no sería la mejor opción, con tanto parcial de práctica de la comunicación dando vueltas.
Tomo mi campera verde y un poco de valor, y salgo a la calle. Apenas salgo, me empiezo a insultar a mí mismo. Y claro, de no ser por mi bendita falta de atención hacia mis objetos personales, ahora podría estar en casa estudiando tranquilamente la unidad tres de prehistoria. De hecho, hay un montón de cosas que precisan mi atención en este momento. Y no, acá estoy, saludando a los vecinos al pasar, mirando con desagrado ciertos asentamientos primitivos a base de chapaycartón.
Una gota me cae. El cielo está gris, pero no da signos de lluvia, no se ven nubes. El pueblo sambenítense aparece a lo lejos, tan a lo lejos, engañando a la vista; en menos de quince minutos estaré allí, si mis grandes y buenas piernas no me fallan. La perspectiva de llegar allí no me entusiasma demasiado, y mucho menos la idea de ingresar a una comisaría.
Otra gota más, y otra, y otra. Ahora sí, empezó a gotear. El goteo se convierte en una robusta llovizna, y yo desacelero el paso. Ya que mi destino de caminante no es de mi agrado, al menos disfrutaré el paseo (quienes me conozcan, sabrán cuanto disfruto la lluvia, en el momento del año que sea).
Las distancia entre las casas se hace cada vez más estrecha, y el ahora mojado suelo toma el color gris del asfalto de mala calidad. Definitivamente, he llegado a San Benito Town. Camino un par de cuadras, doblo en otras tantas, y llego. Ahí está, la mole azul y descascarada de la vieja casona que hace las veces de comisaría pueblerina.
-Buenas, vengo a hacer una denuncia por pérdida de la célula – exclamo al llegar, con la lengua atorando un poco mi castellano.
-Ajá – me dice un policía cuarentón, panzón y bigotudo, que mira con cierta desconfianza mi pelo más-o-menos-largo –Pasá ahí y sentate, gurí – me dice señalándome una habitación iluminada débilmente.
La habitación huele a amoníaco, a sangre, a vieja represión. Un grupo de tres ancianas hablan de cómo cocinar mejor pescado de río, mientras esperan algún tipo de documentación. Mientras miro por la ventana, la llovizna (que a esta altura, ya evolucionó en franca y fuerte lluvia) parece una cosa abstracta, que forma barro gracias a un proceso casi totalmente aséptico.
Las viejas entran en una pieza, obedeciendo al llamado ronco de una voz masculina: el próximo en entrar ahí soy yo, supongo. Mis dedos empiezan a tamborilear débilmente sobre el banco de madera: no hay caso, el ritmo musical me ha sido vedado, por algún extraño motivo kármico.
Estoy en esas insolentes cavilaciones, cuando un joven sub-oficial (como hijo de policía, instintivamente sé diferenciar rangos policiales) me llama. No me toca la misma habitación que las ancianas, pareciera.
Un paso antes de entrar, y ya doy por descontado todo el proceso: el gordo bigotudo de la puerta, acompañado del suboficialito, haciéndome preguntas secas sobre mis datos, mientras entre ellos hacen jocosos comentarios sobre el accidente del Pedro y toman mate aguado. Busco mi mejor máscara de hombre duro, e ingreso bajo el dintel.
Grande es mi sorpresa al encontrarme con una hermosa mujer, de unos veintiocho años, de cabello marrón rojizo. Con una voz que se me antoja algo grave, pero sumamente agradable, me invita a sentarme. Con la mayor amabilidad del mundo, me pregunta mis datos, mientras me conversa sobre el clima y las nubes. Todo en ella revela una delicadeza poco creíble en un entorno tan hostil a toda manifestación de belleza. Sus rasgos, su movimientos, todo es sutil en ella; la vulgaridad de su uniforme y el chirriante ruido de la impresora vieja no hacen más que resaltar sus virtudes.
El trámite se hace corto, demasiado para mi gusto, y me voy, convencido de que aún en los lugares más desagradables es posible que lo sublime se manifieste.
Afuera la lluvia sigue tan impetuosa como antes, y me preparo para una larga y mojada travesía. Ingreso a un quiosco, y me compro una gaseosa de cola. Pago, y siento un pequeño placer: este pequeño acto capitalista, tan ordinario para mí en otras ciudades, tan universal, me reconcilia un poco con San Benito, me hace sentir que puedo ser tan ciudadano aquí como en París o New York.
Sigo caminando, y me cruzo con gente que corre apurada, cada vez más apurada a medida que las agujas de agua se hacen cada vez más espesas. Quienes han tenido la suerte de refugiarse bajo algún techo, miran con cierta lástima mi caminar lento. Pobres, si soy yo el que siente pena por ellos.
Mi cuerpo se va congelando cada vez más, y cada roce de mis dedos con alguna cosa me provoca cierto dolor. El llevar la Pepsi fría en mi mano no hace más que acrecentar las sensaciones, y al saborearla en mi boca, percibo como todos mis sentidos están al máximo, como cada célula nerviosa se activa.
La vista no quiere ser menos que los demás, y ayudada por las intermitentes luces de los focos y las engañosas gotas, me regala paisajes tan extraños que ni el André Breton más drogado se hubiera imaginado.
Voy bajando la cuesta final hacia mi propia calle, y mi ropa pesa el doble, gracias al efecto del agua acumulada en su trama fibrosa. Siento como mis pies se van hundiendo en un barro resbaloso, y cómo de a poco mis zapatillas van reteniendo cada vez más líquidos. Doblo en la esquina, y busco el mejor lugar para pasar, pisando en una piedra y balanceándome cual saltimbanqui entrerriano.
Mi mente va imaginando multitud de situaciones: desde alguna situación lovecraftiana hasta alguna batalla mítica entre indios chanaes y españoles, pasando por algún relato detectivesco. Mi casa está cada vez más cerca, y yo voy cada vez más lento, plenamente gustoso de este frío que me hace castañear involuntariamente los pies.
Un charquito en medio de la calle, nada difícil de saltar. Apoyo mi pie en una piedra, giro mi talón…y sin darme cuenta, caigo de bruces en el lodo más blando que conocí en mi vida.
En eso, suena mi celular, con ese bendito ruido ululante y molesto que ya muchos han llegado a detestar, inclusive.
-¿Hola? – atiendo, mientras intento incorporarme.
-¡Nene!- la voz de mi abuela suena vibrante, con su tono leonino de siempre - ¡Está lloviendo!-
No alcanzo a escuchar más, pues mi carcajada de hiena me impide continuar la conversación.
Ya me bañé, ya cambié mi ropa, ya mis manos recuperaron su sensitividad habitual. Analizo mi tarde y en especial mi pequeño viajecito.
¿Resultado? No hice nada productivo. Esa denuncia podría haber esperado, y como dije antes, podría haberme quedado estudiando (que bastante atrasado estoy). Como cada tanto, fui fiel a mi costumbre: hacer cosas sin razón o motivo, y de agravar más la situación sólo por disfrutar.
Pero la verdad, es que el día que todo tenga sentido en mi vida, el día que cada acción que realice tenga un fin provechoso y beneficioso, ese mismo día, me cuelgo de alguna soga o me arrojo al río con un salvavidas de hormigón armado.