martes, mayo 29, 2007

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(No se me ocurrió título, lo escribí de un tirón hoy a la mañana)

Parte 1

Se sentó, observando el anillo fijamente. Ahí estaba el veneno, ahí estaba él. Sólo era cuestión de beber. La cantidad no era mucha, pero era suficiente. No iba a ser la gran cosa: sólo ese pequeño trago amargo, y luego la oscuridad. Que había más allá de eso no importaba; aunque por dentro tenía la leve de esperanza de encontrar al viejo Amílcar y al querido Asdrúbal.

Su único ojo seguía mirando su anillo. Allí llevaba, desde su partida, esa pequeña dosis en precaución. La luz que se filtraba por las cortinas iba siendo cada vez más débil, pero adentro el calor no amainaba. Gruesas gotas de sudor corrían por su frente arrugada, y descendían por su raleada barba gris. Pero el no era consciente de eso: los soldados de buena ley como él, eran inmunes a esas variantes mundanas.

Además, sobrados motivos tenía para no sentirse molesto con la temperatura. Sabía que, de un momento a otro, ellos llegarían. Si no se daba prisa, lo encontrarían con vida...y ¡ay! Si llegaba a caer en sus manos. No, definitivamente debía hacerlo.

Aún así, sus manos eran reacias a actuar. Justo esas manos, que tantas batallas habían dirigido, que tantas espadas habían sostenido para ajusticiar a tantos otros hombres…justo esas viejas y gloriosas manos, se negaban a tomar una pequeña ración de simple veneno. Sentía que estaba cometiendo algo que no estaba bien, que estaba traicionando sus votos…que estaba traicionando.

Sí, traición. Esa era la palabra para lo que sentía. Recordó su infancia…y ver a su padre partir hacia esas tierras tan lejanas en aquel entonces. Desesperado, asustado, corrió detrás de él. Amílcar le ordenó regresar, pero él no quería saber nada con respecto a no ver más a su héroe. Amílcar insistió, amenazó, intento explicar los peligros del viaje. Todo fue en vano: él estaba decidido a seguirlo hasta el fin del mundo.

Y fue entonces cuando Amílcar le exigió el fatídico juramento. Si quería adonde los íberos, debía odiar a Roma con todas sus fuerzas, con toda su alma, y no debía cejar en buscar por todos los medios la destrucción de la ciudad de los latinos. Desde aquel crucial día, todo su destino había cambiado completamente.

Curioso que una simple voluntad infantil me haya cambiado tanto, pensó. Y el remordimiento de la traición seguía rondando su conciencia. A fin de cuentas, ¿Quién era él? O mejor dicho ¿qué era él? Sus esfuerzos no habían valido de nada…era tan sólo un viejo canoso, flaco y cansado, exiliado en un país del cual no lograba entender del todo el habla, ni mucho menos esas costumbres tan extrañas. Había fracaso, había fallado al juramento hecho a su padre.

Su padre. Tenía más de 20 años la última vez que lo vio vivo, pero aún así había llorado como un niño sacrificado a Baal frente a su lecho de muerte. Su frente por fin lucía serena luego de una vida tan poco tranquila. Lloraba, porque no sólo era su padre el que moría, sino que también moría el hombre más grande que hubiera dado su patria hasta aquel momento.

Pero no pudo llorar demasiado. El ejército necesitaba una cabeza, alguien que lo guiara otra vez a la victoria. Se tenía que seguir conquistando tierras, atacando a esos bárbaros peninsulares antes de que los atacaran a ellos. Pero él tenía bien en claro cual era en realidad el objetivo final: Roma, la tan odiada Roma.

Odiaba a los romanos en los romanos tanto como los admiraba. Es que eran ellos quienes manifestaban las virtudes que tanto él admiraba: una dedicación ciega e incansable hacia su país, lealtad, honestidad. Y pensó lo admirable que hubiera sido una unión entre aquellas 2 grandes ciudades. El mundo hubiera conocido la gloria de la civilización.

Pero en aquel momento no se podía pensar en aquello, no. Eran ellos, o su propio pueblo. Y es por eso que día a día, con las magras monedas que llegaban de la ciudad del gran puerto, hacía maravillas con su ejército. Sus soldados, bien alimentados, y con ansias de guerra, admiraban a ese general que era igual a ellos, y su devoción no tenía límites. Era en esas situaciones, en esos lugares, donde alcanzaba a veces la felicidad.

Recordó sus imparables avances por todos los territorios que veían, hasta aquel momento en que llego a las montañas de las Galias. Ni siquiera esos inmortales cerros, ni tampoco los salvajes galos pudieron detener su indómito avance.

Parte 2

Decidió tomar una copa de buen vino antes de emprender el viaje final. Buscó la botella, destapó, y él mismo se sirvió. Un vino fuerte, áspero, y duradero, como él mismo.

Siguió pensando en los Alpes. Aquellas montañas nunca habían sido atravesadas por semejante cantidad de hombres, pero él lo había logrado. Había costado, pero se había podido. En ese momento, sentía que ni los mismos dioses hubieran podido detenerlo.

Y durante un buen tiempo pareció que todo conspiraba a darle la razón. Las victorias se sucedían unas a otras, y los romanos huían ante la mera mención de su nombre. Y pensó en Cannae, la maravillosa Cannae. 90.000 romanos bien alimentados y armados, ante sus 40.000 cartagineses flacos y cansados. El éxito no hubiera podido ser mayor aquel día. 70.000 hombres habían ofrendado su sangre aquel día, y el olor a sangre aún lo embriagaba.

Y siguió recorriendo aquella otra península de colinas. Los campos se sucedían uno a otro, hasta que las casas empezaron a tomar menos distancia entre ellos. Hasta que un día (una noche, para ser más exactos) la vio. Detrás de una colina, las antorchas flameando soberbias detrás de las altas murallas, y sus miles de ciudadanos. Ahí estaba ella, la nueva Babilonia, la gran loba: Roma.

La emoción lo embargó. Roma estaba allí, real, no como antes, cuando sólo era un odio sin más. Ahora su odio tomaba formas: un centinela, una piedra de muro, un perro ladrando.

Tan alcance de su mano, y sin embargo, tan inalcanzable. Porque, a pesar de lo bien entrenados y leales que fueran sus hombres, y a pesar de su genio que ya nadie ponía en duda, sabía que era imposible tomar la ciudad. No tenía las armas, ni el dinero, ni nada que le permitiera iniciar el asedio.

Y fue así que, a pesar de quedarse unos días más, tuvo que seguir camino hacia el sur. La marcha fue abrumadora, y su ejército se raleaba cada vez más. Para colmo de males, desde Cartago la ayuda no llegaba. Y Asdrúbal, la fatal muerte del fiel Asdrúbal. Y los romanos, sabiéndolo así de complicado, no le daban tregua.

Y finalmente, un día un emisario llegó, diciéndole que debía volver urgentemente a Cartago. Su cólera no tuvo medida en aquel momento. ¡Tantos esfuerzos, tantos años, todo para que aquellos burócratas lo abandonaran así!

Pero ahora debía volver. Los trirremes romanos se dirigían ya hacia Zama. Al despedirse de la península de los romanos, sus lágrimas corrían como un río de montaña, como aquel Ródano que había atravesado ya hace muchos años.

Por fin volvía a Cartago. La ciudad madre se vislumbraba a los lejos ya desde el mar, y el grito de los hombres al saberse otra vez en casa fue ensordecedor. El puerto, el más grande y bello del mundo, sin dudas; la vieja ciudad, con su extraña forma y sus maravillosos edificios. Era su patria, su país.

Aún así no se sentía feliz. Extrañaba la campaña, la agradable simplicidad castrense; pero además, le dolía ver a Cartago. La ciudad era más bien una fachada: en la calles, los antes inexistentes pobres, se amontonaban a raudales, la corrupción y las pestes hacía estragos, y una especie de psicosis colectiva se había apoderado de los pobladores ante la inminencia del conflicto, de la muerte.

Se encontró con Escipión en Zama. Un hombre honorable, pensó. Obviamente, no se llegó a un acuerdo, y se produjo la batalla.

La derrota no pudo ser más catastrófica. Todo el ejército cartaginés, toda su gloriosa tropa dejó la vida allí, y él mismo pudo escapar a duras penas.

Sabía que no podía hacer ya más nada por Cartago allí, por lo menos en ese momento. Rogaba porque los romanos esperaran un poco antes de lanzar el ataque final. Había comenzado su exilio.

Parte 3

Sorbió otra copa más de vino, y se acercó a la ventana. Unos mercaderes discutían precios y rasgaban sus vestiduras, los niños, siempre niños, jugaban. La ciudad descansaba tranquila. A lo lejos, en una loma, vio un reflejo brillante.

Armaduras. Los romanos se acercaban, eran ellos sin duda.

Después de escapar de Cartago, había recorrido infinidad de países, buscando en los extranjeros la salvación para su país, inútilmente. No recordaba ya en que puerto de qué nación, lo habían informado del inminente desenlace: Cartago iba a ser destruida.

Miró a los niños jugar, y pensó en sus propios niños cartagineses. ¿Vivirían aún, o ya habrían sido masacrados? ¿Las mujeres cantarían aún canciones de amor, o estarían siendo violadas por los romanos? Qué importaba, ya, había fallado.

Un estrépito se sintió por la calle. Un hombre, negro, calvo y regordete corría atropellando lo que se ponía en su camino. Entró en el edificio.

Las escaleras sonaron a su paso, y con la frente transpirada ingresó en la habitación. “El viejo Silíbar está tan viejo como yo mismo”, pensó. “Debería hacerle un favor”.

-¿Qué pasa, Silíbar?- preguntó, aunque ya conocía la respuesta

-Mi señor amo, ha sido traicionado. Los romanos ya se acercan, lo buscan, señor, debería huir…-el esclavo hablaba jadeante, y el miedo en su rostro era notable.

-Gracias, Silíbar. Ahora, eres libre. Vete ya.

El viejo negro, con la complicidad que le habían dado los años, se fue sin protestar ni decir una sola palabra más. Sabía que su amo había querido salvar al menos a su esclavo, dándole la libertad. También conocía demasiado bien a su amo como para saber que no iba a escapar.

Parte 4

En la habitación, él contempló por última vez el pequeño anillo dorado. Lentamente, rompió la punta. Sin más meditaciones, tomó todo el amargo contenido de un sorbo.

Aún no sentía nada: sabía, que, como todos los buenos ataques, demoraba en actuar. Buscó su escudo, su vieja pechera, y su daga favorita, y esperó.

Cuando las botas resonaron en el camino, su respiración ya empezaba a entrecortarse. Cuando los legionarios ingresaron en la habitación, exclamó con un último susurro:

-Voy a liberar a los romanos de su miedo, ya que no pueden dejar morir a un hombre en paz-

Los legionarios, sin comprender demasiado, desenvainaron sus espadas al unísono. Demasiado tarde.

El cuerpo de Aníbal Barca, hijo de Amílcar Barca, el gran general cartaginés y el más brillante estratega de la historia, yacía muerto en el piso de un miserable reino oriental.

sábado, mayo 26, 2007

Venganza

Hipo. Desgraciado hipo. Lo único que me faltaba, tener que estar aguantando el aire en un ritmo bastante regular (unos 10 segundos, aproximadamente, entre cada "hip"). El efecto que provoca, finalmente, es que toda la bebida consumida horas antes suba por mi esófago, al punto de sentir náuseas.
Afortunadamente no duró mucho, y pude seguir tomando esta bendita cerveza en paz. A mi lado, un tipo desconocido (parte de un grupo integrado por otros 3 personajes tan nuevos para mí como él) me cuenta acerca de sus experiencias con el uso de ácidos y otras maravillas químicas, y me siento feliz de haber abandonado las drogas a tiempo.
Y son las 6 de la mañana, y estoy tomando una cerveza acompañado por estos desconocidos y otro grupo de desconocidas atrás (una de las cuales, por alguna extraña razón, alterna pedidos de "fuego" y "birra"), lo que equivale a decir que estoy solo. Mis amigos, con toda la razón del mundo, prefirieron la comodidad de sus hogares, y en este momento deben de estar durmiendo ya.
Pago la cuenta, y salgo a la calle. El frío y el viento me azotan el rostro con cierta violencia, pero lejos de sentirme mal, el efecto que me producen finalmente es el de reanimar un poco mi cansado organismo. Mientras camino hacia la parada de colectivo, organizo mi plan de vida para los próximos días (plan que no cumpliré).
El colectivo, luego de un rato de hacerse desear, llega. Subo. Asiento, y a dormir. Cuando baje en Paraná, el mundo ya será otro.

martes, mayo 22, 2007

"El Arthur"

Tenía razón nomás, Schopenhahuer. No somos nada más que un simple instrumento de la especie…

La modernidad, el romanticismo, nos han hecho creer que somos personas especiales, que somos individuos con libre albedrío. ¡No! Somos simples instrumentos de “el genio de la especie”. Aún nuestras más sinceras acciones, aquellas que creemos que son la máxima expresión de la individualidad, no son más que acciones en el fondo, instintivas…

El día que aceptemos que no somos nada, más que un organismo más con un poquito de Razón, como tantos otros…recién ahí quizás avancemos…

(Esto le escribí recién, después lo completo, doy mejores argumentos y toda la cosa. Dejen su opinión igual).

viernes, mayo 18, 2007

No se me ocurrió un título

Todavía tengo los ojos húmedos por las lágrimas. Prendo la computadora buscando algún consuelo… (Esto no es ninguna de las ficcioncitas de siempre, esta vez hablo yo, Manuel. Por una vez puedo, creo).

Lloro porque me siento mal. Muy mal…y lo peor, es que no sé como expresarlo. ¡Mierda, como quisiera ser algo distinto, poder dejar tanta máscara y decir lo que siento sin tanta vuelta…!. Pero no…soy un pendejo boludo…aún así necesito descargarme de alguna manera.

¿Por qué me siento mal…? No tengo un motivo concreto…quizás todo haya empezado con alguna canción, y mi pieza con la luz apagada…no importa. Hay veces que es fácil confundir causa con consecuencia ¿no?.

Y pienso demás, creo. Pienso en todos aquellos que ya no están…o que nunca estuvieron. En vos, abuelo. A vos que nunca te conocí…sé que hubiéramos sido buenos amigos, viejo. En la tía Cecilia…es con vos que tengo mi recuerdo más antiguo. Y cómo no pensar en vos, Nano. Y acá no sé que poner, las palabras se me atropellan, y es todo tan confuso…pero carajo, cómo te quería, negro, cómo te quería…

También pienso en aquellos que viven pero nunca conocí. Papá… ¿estás vivo? No lo sé. ¿Sabés cuantas veces lloré por vos, grandísimo animal? ¿Sabés como me sentía yo en la primaria los días del padre, cuando todos los chicos podían dedicar algo y yo no…?. Y no puedo detestarte, pese a todo lo hijo de puta que sos….si soy tan igual a vos…

Y pienso en los que me rodean…mis amigos, los pocos que tengo…realmente los quiero, perdónenme por toda mi bestialidad…

Mi vieja….me gustaría tanto que pudieras disfrutar más la vida…lo merecés, vos y Diego…ah, vieja, si tengo complejo de Edipo, que bueno que sea con una grosa como vos. Abuela…ojalá te recuperes, petisa…sos mi segunda madre (cuantas veces me confundo, y te digo “mami” sin querer)…detesto verte sufrir así…perdón si algunas veces me cuesta ayudarte.

¿Y en mí? ¿Vale la pena realmente pensar en mí? ¿Qué soy, que voy a ser? Sí, soy un pendejo de 19 años, estudiante de Historia, de Newell’s, y bla bla bla…probablemente termine el profesorado a tiempo, consiga algún trabajo estable, me muera, en fin…pero y ¿qué más?...

Me siento feliz, pese a todo…pero tan agobiado…

Y ya está, ya descargué, ya hize el showcito de lástima estúpido, lloré un poco más…me voy a dormir. Sepan disculpar.

domingo, mayo 06, 2007

Poca Luz

Prendo la computadora. Estiro los dedos, y me siento en frente a la pantalla con la idea fija de que voy a escribir algo.
Hoy Newell's ganó el clásico. Salí, festejé en la plaza. También estudié un poco: mi consciencia estudiantil está conforme. Todo lo que me rodea, todo mi pequeño mundo pareciera estar en calma, sin demasiado conflicto. Nuevamente me acomodo en mi asiento...y la puta madre, ni una sola idea.
Ya viene desde hace un rato esto. Nada, de mi cabeza no sale absolutamente nada interesante. Ni siquiera interesante; no sale siquiera un relato de mierda de esos que incluian frases de boxeadores o tipos suicidas. Y sin embargo, considero que últimamente mi nivel de ética y felicidad aumentó sobremanera. Aún más: ya casi no miento.
Conclusión: Hasta que no recupere el arte de mentir, no se verá nada de mí. O alguien deme alguna solución, por lástima, aunque más no sea.