miércoles, abril 14, 2010

Robotculposo (Las Hormigas)


El gato destripaba con mecánica precisión el cadáver de una paloma, que había sido lo suficientemente imbécil como para detenerse más tiempo del debido en el mini-patio. Eugenia contemplaba la escena en silencio; mitad culposa, mitad deleitada con el horror. Pensó que podía establecerse una pésima analogía entre ella y su mascota, unidos ambos por un único punto en común: la (aparente) ausencia de dolor ante una muerte.

Claro está, que el gato parecía tener un mayor espectro de insensibilidad, ya que parecía odiar a todo ser vivo. Ella, en cambio, no era realmente despiadada frente al dolor ajeno. Pero lo importante, desde su óptica, era que no conseguía sentirse realmente mal por la muerte de Gastón. Por supuesto que le dolía, que le jodía su ausencia; pero de la misma manera como hacen daño las muertes de esos seres más o menos queridos, como aquella tía medio lejana, o el kiosquero gordito de al lado. Pero, el problema era que Gastón había sido su esposo.

(Ella no lo sabía, pero exactamente un año después, mientras estuviera lavando la ropa, iba a sentir un dolor algo más algo más intenso, pero sólo durante unas dos horas. Tampoco tenía forma de intuir que un cáncer de colon iba a arrasar con ella a eso de los noventaypico de años. Pero, ¿de que importa contar lo que sucedió después, si lo que se quiere saber es su culpa en aquel momento?)

En el funeral (velorio no hubo, lo cual resultó un alivio) se había sentido bastante fuera de lugar. No como una completa extraña; eso era imposible, dada la considerable cantidad de tiempo que habían estado juntos. No, más bien se sentía como el personaje de Julia Roberts en “La Boda de mi mejor amigo”, o como aquel que vuelve del extranjero, y encuentra todo diferente e igual a la vez. Los intentos por consolarla la ponían sumamente nerviosa, ya que no tenía mucha noción de que es lo que se esperaba que hiciera. Ante la duda, optó por buscar dentro de sí la lágrima más copiosa que pudo. Mucho no le costó, ya que si bien no sentía plenamente el dolor debido, sí que la culpa por no hacerlo, la hacía considerarse como la mujer más espantosamente desamorada.

Un robot, una muñeca fría que no podía llorar la muerte de su marido como no fuera la muerte de cualquier tipo. Un ser despreciable, eso es lo que debía ser; eso es lo que ella creía de si misma. Quizás, entonces, convenga explicar el proceso que había llevado a tal situación, para poder comprender que Eugenia (en su infinitamente creativa vanidad, tan típica del homo sapiens) no era un monstruo.

Un punto decisivo, seguramente, fue el momento en que se conocieron. No importa el cómo, ni el donde, ni el porqué. Lo que realmente interesa, es que en poco tiempo estaban enamorados. Su relación, al menos en esos tiernos comienzos, fue de tan valiente y llena de lugares comunes, terriblemente cursi. Sin embargo, y como todo el mundo, se juzgaban a sí mismos como la única pareja que valía la pena nombrar.

Sus problemas frente al mundo, parecían salidos de la mente de algún guionista de esas novelas “mexicanas” (entendidas como género propio, independiente de la nacionalidad). El, padres liberales y católicos (pero-no-voy-a-la-iglesia), buena onda ambos, hasta que el muchacho decide ponerse de novio con una morochita de Barrio Paraná XIV. Ella, mamá y papá evangélicos, que odiaban la idea de tener nietos que no fueran obsecuentes al pastor. Padres posesivos, y formidablemente ignorantes como todos. Y ya es harto sabido, el ser humano frente a lo desconocido es capaz de exponer sus mejores porquerías a la luz.

Su amor, entonces, se convirtió en lucha. Silenciosa y metódicamente fueron sufriendo el proceso de quitar prejuicios propios y ajenos. Finalmente, luego de muchas marchatrásymarchaadelante consiguieron ser aceptados, pero ya era tarde. Habían peleado tanto, que de tanto amor, sólo les quedó el espíritu combativo. Quizás ése es justamente el gran defecto de las novelas mexicanas: nadie dice lo que pasa después del final; nadie dice que luego de superar a la ex novia con el falso embarazo, y al ex novio psicópata y feo, la cieguita curada empieza a hartarse el príncipe estanciero y empalagoso.

Para el momento de su casamiento (es decir, cuando ya empezaban a percibir que no tenían nada más porqué pelear) vivían detrás de una gran máscara. El trato comenzaba a ser insultantemente cordial.

El gato se había aburrido, y había dejado el cadáver tirado, mientras un grupo de hormigas avanzaba decididamente hacia él. Eugenia pensó que debería recogerlo, pero prefirió seguir en esa extraña contemplación de té con leche a las 6 de la tarde.

Simplemente se fueron distanciando, pese a convivir bajo el mismo techo. Ninguno de los dos se hubiera animado a engañar al otro, ni habrían sido capaces de maltratarse. Preferían evitarse en la intrascendencia, porque ya no veían el sentido de “conflictuarse” mutuamente. Muy curiosamente, sus salidas fueron diametralmente opuestas. Eugenia prefirió recluirse en la casa, con una suerte de asceta con mística de Internet; él, buscó esconderse en el mundo, más amplio y lleno de sutilezas. Gastón se convirtió en “Gastón”; ya no era ni “mi amor”, ni siquiera “Gasti”. Gastón, como el apenas conocido que era.

Los silencios se fueron haciendo parte cotidiana de sus escasos momentos de contacto. Ya no veían la necesidad de mentirle al otro, de buscar la felicidad en el otro. Y es que el motivo quizás hubiera sido un tanto ridículo. Los silencios, el silencio, el vacío.

El incidente nunca quedó realmente claro. Hay quienes dicen que el colectivo venía demasiado rápido. Y el chofer declaró que Gastón cruzó sin mirar, que en esa calle no es posible frenar de golpe. Eugenia pensaba que podían ser ambas cosas a la vez, pero que no importaba demasiado, de cualquier manera, en tanto su esposo estaba muerto, su cráneo destrozado.

¿Porqué iba a sentirse especialmente apesadumbrada, entonces, por tan absurda muerte de un casi-extraño? Sólo podía elaborar el duelo mínimo que nos impone la naturaleza frente a un hecho horrendo. El que le tocaba por la muerte de su pareja, ya llevaba mucho tiempo de realizado.

Las hormigas (que todo devoran, que todo arrasan en su constante pequeñez) comenzaban a devorar los despojos del ave. Una tras otra, en una aparentemente infinita fila india, iban llevándose su partecita de paloma, su pedacito de cuerpo muerto. Cuando quiso ir a limpiar, tan sólo quedaba un esqueleto, un armatoste irreconocible, en un patio vacío.


lunes, abril 05, 2010

Los Celos.



Alguna vez te tenía que pedir perdón. Porque lo que hice estuvo mal, fue un acto deleznable e inmoral; pero fundamentalmente por mí mismo. De hecho, es muy poco probable que alcances a leer esto, dada la cantidad de campos, ríos y horas que nos separan. Pero es que casi nunca se pide perdón buscando remedar nuestras acciones (y nunca funciona así, en realidad). No, lo hago por mí mismo, para tranquilizar mi conciencia. Es esto, o convertir los estupefacientes en algo diario, y limitarme a esperar una muerte absurda, en su lentitud.

Confieso que en aquel momento te odié mucho, Alejandro. O al menos sentí que odiaba, que te detestaba, que quería hacerte mal de todas las formas posibles. Más de una vez imaginé tu cadáver, tu cuerpo hermoso en un charco de sangre, y yo con una sonrisa espantosa ante el crimen imperfecto.

Pero es que tenía mis motivos para querer defenestrarte así: vos poseías algo que no merecías, ni comprendías, y lo injuriabas con tu conducta. Y el problema es, que ese algo me poseía sin saberlo, desde hace tiempo. Y ahora pienso que capaz vos sí lo sabías, y por eso hiciste lo que hiciste.

La vi por primera vez, el mismo día que vos; esa primer jornada de algún año de secundaria. En una mirada primigenia no me pareció la gran cosa. Hasta te diría que no me gustó, tan darkie ella y yo tan nativo de Los Cuises. Pero segundos después, la pude ver de perfil, bajo la luz de ese vitral sucio. Ella miraba la clase sin prestar atención, y hacía dibujitos toscos. Era perfecta. Su nariz, su boca masticando chicle, su pelo lacio, sus tetas grandes, su, su, su. Su todo. Ella ERA el todo. Resolví en ese mismo momento intentar conquistarla.

Pero poco pudo durarme la ilusión. Enseguida te vi: vos también la observabas, con menos admiración y más deseo que yo. Y al momento supe lo que podía pasar: o me seguía enamorando ciegamente de ella, y veía como vos te la ibas a apropiar de cualquier forma (porque sí, vos eras Alejandro, el morocho-alto-barbudo-pijudoyencantador, y yo Rodrigo, el rubio-flaquito-tequierosólocomoamigo). O podía resignarme, y aceptar mi destino de amigo simpático de la pareja.

Como lo había previsto, así se dieron las cosas. Ella se convirtió en tu novia, y yo en su mejor amigo. Pero, por supuesto nunca pude pensar en ella sólo como amigo. Por eso empecé a actuar raro, por eso me convertí en el adolescente escandalizador del pueblo. Por eso cuando salía con ustedes me embriagaba hasta la médula, y por eso buscaba cogerme cuanta minita se me cruzara. Demás está decir que sufría como un cerdo su compañía de pendejos felices, calientes y pseudo-enamorados.

El tiempo, por ser invento, quizás sea la única cosa inexorable en este mundo inestable. Y cuando nos tocó, empezó a gestarse la hecatombe. Vos y yo nos fuimos a la ciudad, buscando entender al universo mediante el estudio de la física. Ella, indecisa, se quedó a estudiar, quería ser maestra jardinera.

Los primeros meses conseguimos alcanzar cierta estabilidad; precaria, como se demostró cuando se puso a prueba, pero estabilidad a fin de cuentas. Los dos estudiábamos juntos, íbamos a la facultad juntos, repudiábamos al mundo juntos, y nos volvíamos los fines de semana al pueblo, juntos.

Está claro (o al menos ahora que lo observo a la distancia, que ya no sé si aclara u obscurece) que tal orden de cosas no iba a durar demasiado. Vos empezaste a hacer amigos en la pensión, en la facultad, en todos lados. Yo, por otro lado, me recluía cada vez más en mí mismo, y en el estudio. Y poco a poco empezaron a surgir los abismos.

La primer señal de alarma fue cuando me anunciaste que ese fin de semana te quedabas, que te la vigilara a Adriana, “jeje”. Me pusiste la excusa de que “me quiero quedar solo, a estudiar”, y bla bla. ¡Estúpido! Si vos no estudiabas nunca, eras un chanta que gastaba dinero de sus padres. Nunca fuiste muy bueno para mentir, tus engaños siempre fueron de medio pelo.

Reconozco, que igualmente, me alegré. Ese fin de semana la tuve a Adri sólo para mí; y pude regodearme en su charla ácida post-porro. Pero las siguientes semanas, su semblante se fue poniendo más sombrío. Sabía que nunca me lo iba a decir, pero empezaba a preocuparla tu ausencia, pese a los SMS pedorros que le mandabas.

Ahí fue cuando te comencé a rechazar. Creo que incluso te quería más que antes, al momento, porque la hacías feliz. Pero no podía superar que le quitaras la campana de su risa.

Y toda tragedia, tiene su punto de inflexión; la nuestra fue aquel 4 de agosto. Mis viejos por fin habían decidido sacarse la careta de “matrimonio perfecto”, y comenzaban una torpe guerra de insultos que terminaría en ése estrepitoso divorcio, y en mis 5 insoportablemente superficiales hermanastros. Así que decidí quedarme en Córdoba, para evitar ser un objeto más en sus batallas de desamor.

Cuando te lo anuncié, vos (lógicamente) te pusiste nervioso, te enojaste, fingiste alguna boludez, y te fuiste a fumar al balcón. Cuando volviste, por primera vez en tu vida (quizás la única) fuiste franco:

-Rodrigo, soy gay-me dijiste.

La noticia, por algún motivo no me sorprendió. Recité mi clásico discursito de la tolerancia, nos abrazamos, y vos me explicaste lo obvio: que tenías un tipo fijo con el cual garchabas seguido, que era enfermero, que iba ir esa noche a casa, que Damián era un divino.

Cayó tipo 9, te saludó con un beso a vos, y la mano firme a mí, y se preparó un fernet. Y la verdad es que era un morocho simpático, lindo, falso como vos. Miramos “Apocalipsis Now”, y los observaba con una sonrisa; pero para mis adentros, y muy a mi pesar, pensaba que eras un puto. Un puto de mierda, asqueroso, enfermo. Yo que siempre había defendido la causa L.G.B.T, que participaba en actos, odiaba a alguien por su elección sexual.

No, Philip Morris no me gusta, ahora bajo un toquecito y compro unos Marlboros, si, está todo bien. Bajé por el ascensor, y empecé a errar por las calles. Traté de apaciguarme, de racionalizar la situación. Pero el es gay, no está mal eso. No, no está mal. Pero cagarla así a Adriana, eso sí está mal.

Por suerte, o por desgracia, tenía plata en el bolsillo, y un colectivo a punto de salir de la terminal que pasaba por Los Cuises. No sé cuantas horas después bajaba en la ruta.

Caminé hasta el pueblo, y ella ya me estaba esperando en la plaza, según lo convenido. Le conté todo, con detalles exagerados inclusive. La dejé llorando, y fui a contárselo a un par más de conocidos. Al otro día, todos sabían ya que Alejandro Ismael Martínez Ruhl, era puto.

Sí, debería pedirte perdón, y a ella también. Estuvo muy mal mi acto. Vos nunca pudiste volver al pueblo, ni verme a mí, y tuviste que cambiarte de pensión, mientras tus caretas padres te seguían mandando plata, para que nunca volvieras, a ver si los echaban del Rotary Club. Creo que nunca, de todas formas, aceptaste reconocerlo, y por eso fue que te casaste con una barbie de centro-izquierda. Pobre cornuda feliz.

A ella la vi sólo una vez, casi de casualidad, hará 5 años. Es profesora de inglés, y la vida la marchitó y amargó.

Yo, mientras tanto, doy clases en una escuela técnica. Sigo solo, pese a alguna pareja ocasional, que invariablemente me deja (por lo general, mi pesimismo tiene la culpa).

Pero ahora puedo ver las cosas más claramente. No hice lo que hice, por un sentido interno de justicia, ni siquiera por estar tan enamorado de ella.

No, imbécil, no. Fue verte con otro lo que me enervó. Fue verte besar a otro tipo lo que me enfureció, lo que me motivó a actuar. Lo hice por nosotros. ¡Yo era quien debía besarte! ¡Yo era quien merecía cogerte, acariciar tu cuerpo tostado! Te amaba, te deseaba, cabeza de chorlito, te amaba más que a ella, inclusive.

Y nos cagaste, a los dos. Veinticinco años pasaron ya, y todavía sigo pensando en tu cabeza enrulada, en tus brazos que nunca me abrazaron.

Mi Ale, mi negro hermoso. Perdón por todo…pero los celos, los celos son así.

martes, marzo 30, 2010

Rats

Iban a venir esa noche, no le cabía ninguna duda. Y cuando lo encontraran (y no importaba lo que pudiese hacer, LO HARÍAN) sería terrible.

En avenida Almafuerte, el frío iba y venía en oleadas zigzagueantes que seguían el paso de los camiones. Técnicamente no era frío; de hecho era un viento más bien cálido, y levemente rancio. Pero a Roberto no dejaban de acosarlo los escalofríos.

O quizás era la fiebre, ésa que sólo provoca el miedo más visceral. ¿Fiebre? ¿Pero porqué fiebre? ¡Si el estaba sano! Pero ahí estaba.

Calculó el tiempo, tenía más o menos 25 minutos hasta que viniera el próximo 22. Encendió un cigarrillo, el 9º del día. Poco, quizás, pero para sus costumbres habituales era todo un récord. Ya ni pensaba en su salud, ni en su cuerpo, carcomida carcasa de su mente que divagaba.

Buscaba señales que le dieran pistas sobre lo inevitable. Pero que sentido tiene, digo, si al final va a pasar de cualquier manera. Y que se yo que sentido tiene, pero lo necesito. Nunca la utilidad de algo me detuvo en buscar lo que quería, menos ahora.

Pero la tarde-noche estaba poco dispendiosa en cuanto a augurios. Apenas un grupo de borrachines tomaban cerveza de muy poco probable buen sabor. Todo lucía de la misma manera que él suponía debía ser lo normal: las luces iluminaban poco, el asfalto largaba el calor habitual a través de la tierra que se acumulaba sobre él, y el Hipódromo detrás seguía obsequiando el mismo olor a bosta podrida de siempre.

Sabía que podían llegar a tomar disfraces imprevisibles. Podía ser un perro de la infancia, o aquel gordito de la otra cuadra que solía pegarle en la infancia. Lentamente, mutaban su forma en otra más violentamente melancólica, que violaba las emociones más tristes. Eran capaces de los recursos más viles, para sigilosamente asesinar (cuanto menos por un rato) el alma más valiente.

Y carajo, que eran indomables. Uno les podía intentar oponer alguna resistencia, y no faltaba quien declaraba haberlos vencido. Pero íntimamente, todos-en-Roberto sabían que sólo con una leve caricia las bestias podían humillarlos.

Un colectivo se veía a lo lejos. ¿Sería acaso, el de Colonia Avellaneda? Con desazón pensó en la posibilidad de ser alcanzado en el colectivo. No tenía ganas de mostrar su patetismo, al menos no a desconocidos.

Y atrás del coche los vio. Avanzaban a ritmo pesado, pero veloz, como un loco elefante surgido de algún Hades personal. Venían en la forma de una tarde particularmente feliz, una tarde de playa, de unos seis meses atrás. Quiso, pero no quiso gritar. El autobús pasó veloz a su lado, y el se dispuso al embate lo mejor que pudo.

Los sintió transformarse, volverse en formas entrañables, adorables, pero horrendas de tan dolorosas. Una ebriedad con final feliz, una fogata de verano, hasta un partido de fútbol por televisión. Lo golpearon como un puñetazo del mejor peso pesado, y se dispersaron a través de su carne como cristales rotos. Los sintió en cada fibra, abriéndose camino y desangrándole.

Para su sorpresa, fue increíblemente rápido. Los sintió irse, perderse en una nebulosa de humo de caño de escape. Sintió los huecos que le quedaron, sintió los vacíos que los malditos le causaron.

Pero una suerte de hálito feliz lo invadía. Poco a poco, empezó a comprender lo sucedido. Razono el porque, y entendió su nueva libertad. Y entonces supo que las bestias sólo eran un mal necesario, la única vía que se tenía para darle un nuevo camino.

Tiró la colilla de su cigarrillo. Suspirando, sonrió encantado, y se dirigió al kiosco; tenía que comprarse un trago. Total, para el próximo colectivo faltaban 40 minutos todavía…

miércoles, marzo 24, 2010

Los Murciélagos del 24


Los murciélagos se alzaban en su vuelo errante (pero deliberado), como por millones de años lo habían hecho, buscando insectos desprevenidos; ignominiosamente ignorantes de los asuntos humanos, como una suerte de Dios alado y retrasado.
Y quizás los humanos allí debajo no eran mucho más conscientes que ellos de sus propios actos. Muchos de ellos, quizás la mayoría, simplemente se dedicaban a arrastrarse y parlotear sílabas, mientras aspiraban aire nocturno mezclado con humos de todo tipo.
Pero eran muchos los humanos. Docenas; cientos, inclusive. Reunidos allí: juntados allí, por un asunto terrible, profundamente trágico. Y es que ya de por sí es corta, y triste (al menos en su fin último) la existencia de este tal género bípedo, como para que entre ellos mismos la tornen aún más breve, y aún más desgraciada...
Estos humanos, ya se dijo, tenían este motivo trágico para estar reunidos en la noche (aparentemente) apacible. Y el origen de esta razón para el congregarse, estaba a 34 años atrás en el tiempo. Ese día, un grupo de homúnculos había considerado necesario derrocar a un gobierno (injusto, impopular, y ciego, pero legítimo). Y para colmo de males, a lo Bismarck, a sangre y fuego, se mantuvieron 6 años más en el poder. 6 años largos, días donde no les quedó, probablemente, fechoría aberrante alguna por cometer.
Y ahora estaban ahí los jóvenes y no tan jóvenes, junto como Natura (felizmente) los condena, rememorando el horrendo suceso. Y sí, es probable, quizás no todos comprendieran su magnitud; y ahí la razón de ciertos rostros despreocupados, rostros ciegos como el de los murciélagos.

martes, marzo 16, 2010

Reedición

Todas Barbies. Todas perfectas, todo maquillaje.

Todas rubias, todas flacas, todas tetas. Todas culo-paradito.

Todas putitas (pero sin orgasmo). Todas daddy’s girl, infancia eterna, irresponsabilidad y desdén.

Todas anorexia, de carne, y de pensamiento.

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Todos músculos. Todos grosos, todos altos.

Todos ojos claros (y truchos).

Todos Lacosté, todo marca. Todos exitosos e insípidos hasta la muerte por aburrimiento.

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Todo tapar vacíos, todo esconder el propio horror a la nada detrás de la ostentosa fachada, como esas casas antiguas llenas de ratas y mugre.

Todos, todos, TODOS.

Tantos todos, y tan pocos Unos.


(no me acuerdo cuando escribí esto, pero era bastante adolescente; es lo mejor que puedo ofrecer con fiebre)

viernes, marzo 12, 2010

José, "el Guerrero" González.

José se sabía un traidor. Pero no uno cualquiera, si no la cúspide misma (en una hipotética escala) del cagador, la hez misma de una sociedad ya de por sí maloliente.

Era algo que quizás no hubiera podido controlar, de haberlo querido. Pero, aún cuando quizás nunca lo reconoció, le producía un placer que nada en la vida se lo daba. Había vendido a su familia, le había robado la novia a su mejor amigo (y después la había engañado), y hasta le había robado aquellas alhajas a su abuela.

Y es que José hacía de su placer un arte; no muy fino ni delicado a veces, pero de una eficacia brutal.

Pero, claro, en estos tiempos hechos por el capitalismo global, una vocación no significa nada si no trae dinero. Y el problema es que ser un apóstata en estos días no sólo no está muy bien visto, si no que además ofrece pocos campos de acción.

Hubiera podido ser político, pero era un tanto cohibido para hablar en público, hasta un poco tímido. Como policía, tenía las puertas cerradas debido a su escasa estatura.

Y así, por un corto proceso de decantación, terminó dedicándose a la única otra cosa para la que la Naturaleza le había dado un poco de habilidad: se convirtió en jugador de fútbol.

Desde la novena división que había tenido claro su puesto: un “número 5” de contención, de marca áspera (no por nada le decían “el Guadaña”), pero a la vez, de buen trato con el balón. Solía proyectarse y abastecer de juego a sus compañeros más adelantados.

Y por supuesto, que mejor lugar que el trabajo para practicar la habilidad que nos hace felices. José no había sido una excepción en esto, y había comenzado desde muy temprano, cuando por un par de zapatillas nuevas, había quebrado al “Zurdito” Ramírez, aquel velocísimo 7 de Sportivo Urquiza, que prometía ser el mejor jugador de Paraná en muchos años, pero que ocupaba el puesto del hijo de un importante político.

La verdad es que ya no podía recordar cuantas veces se había vendido. Al principio por escasas monedas, luego por grandes sumas. Lo había hecho de todas las formas: jugando con desgano en algún partido trascendental, haciéndose expulsar por insultar al referí; incluso lesionando a propios compañeros durante los entrenamientos.

Se había dejado sobornar por todo tipo de individuos, incluso por tipos con intereses contrapuestos entre sí. Con todos había cumplido rigurosamente según lo estipulado (todo arte requiere de normas básicas, incluso la traición), y a todos había despreciado de la misma manera; no por el hecho de cometer un ilícito, si no por verlos en su aspecto más patético: el de necesitar de sus servicios. Nunca había sentido culpa, ni siquiera remordimientos.

Por supuesto, no duraba demasiado en ningún equipo. Pero, curiosamente, era querido en casi todos lados: normalmente era un buen aporte en cualquier equipo, y a eso había que sumarle que era un vendehumo de primera calidad. Así, fue forjándose una reputación de tipo querible.

Llevaba ya 2 años en el Deportivo, y sabía que a su carrera no le quedaba mucho más: los piques le resultaban cada vez más agotadores, y terminaba los partidos con mucha dificultad.

Pero aún así, era el jugador más querido del equipo; la hinchada le había dedicado varias veces un “oleeeee, oleeee, oleeee/Joseeee, Joseee”.

Pero desde que estaba en el Deportivo, algo raro le había pasado: no se había vendido. No porque no lo hubiera querido, no señor: simplemente, su equipo era lo suficientemente malo, como para perder los partidos sin necesitad de su aporte extra.

2 años sin recibir ni siquiera un puto cheque al portador por nada mínimamente raro. Hasta que llegó aquel sábado fatídico.

Se jugaban dos partidos en la ciudad. A primera hora, el Atlético vapuleaba a su rival por 4 a 0, y quedaba a 1 punto del campeonato. 2 horas después, el Deportivo caía 1 a 0, y quedaba en Promoción, a 3 puntos del descenso directo.

Por esos azares del destino, el fixture determinaba que en la última fecha, la siguiente, el Deportivo debía recibir al Atlético. Si se pensaba en la realidad de ambos equipos, se veía lo trascendental (dentro de algo tan banal como el fútbol) que resultaba el encuentro. Y si se aporta el dato de que el “Depor” era el clásico del Atlético, se comprenderá el nivel de las expectativas creadas en torno al partido.

Obviamente, ni lentos ni perezosos, los dirigentes del Atlético hicieron el llamadito correspondiente. En un barcito perdido, acordaron los términos: José recibiría 50.000 pesos, a cambio de hacerse expulsar a los 20 minutos del primer tiempo. Si no lo hacía…bueno, los dirigentes del Atlético eran gente pesada, cuanto menos.

El domingo tan esperado llegó, y la ciudad se encontraba revolucionada, al saberse dividida en dos mitades, igual de tensas, pero con distintas expectativas en cuanto al futuro. Desde temprano el estadio se iba llenando, y el calor subía más y más.

Cuando ambos equipos entraron al campo de juego, el griterío y el estallido fueron tales, que cuentan los que saben que no se veía algo así desde los últimos días de Sodoma y Gomorra.

José entró tranquilo, saludó a la multitud, y recibió la acostumbrada ovación. “Que tipos pelotudos, por Dios, cantarle a algo que no les da un carajo, emocionarse por un trapo”, pensaba, mientras aplaudía con las manos en alto.

Pero esta vez, en las tribunas había alguien que no había visto antes. En hombros de un padre eufórico, había un niño. No era un niño especialmente bello, ni bueno, ni siquiera amable. Pero José pudo verlo a los ojos durante dos segundos, y observar eso que lo conmovió: la admiración. La admiración por el ídolo.

De tan concentrado que estaba, ni siquiera fue muy consciente que había comenzado el encuentro. Y de entrada, en un torbellino de buen juego asociado, el Atlético marcó con un estupendo tiro de media distancia al ángulo, el gol que demostraba el porqué ellos peleaban la punta, y el Deportivo el descenso.

José sentía las piernas más pesadas que nunca. Sabía lo que tenía que hacer, y sabía lo que iba a pasarle si no cumplía. Lo que no sabía, es que por primera vez estaba sintiendo algo que el no hubiera podido identificar: sentimientos de honor, y respeto.

Preguntó la hora al banco de suplentes. 19 minutos exactos iban ya. Un minuto le quedaba para ir a buscar la falta. Y estaba en eso, cuando vio su oportunidad.

El “Changuito” Gómez. El hábil carrilero derecho del Atlético, y su principal generador de juego, a través de sus desbordes imprevisibles. Estaba ahí, a disposición de sus piernas. Una patada por abajo, de atrás, y un pisotón en el rostro después, y estaría todo hecho.

Y ahí fue, José, todo nervios y temores, por primera vez en su carrera. Miró bien la posición de Gómez, calculó con precisión, se tiró al piso…y se quedó con la pelota limpiamente. Salió jugando, y en el momento exacto que le metió el pase a su compañero, se cumplieron los 20 minutos.

Y José supo que esta vez, esa muy primera vez, iba a jugar porque quería hacer feliz a alguien, y porque él mismo quería ser feliz.

Tiempo después, Raúl Cubillas, el gran periodista radial, contó que jamás vió a un solo hombre levantar de manera tan radical a un equipo. Y es que José hizo todo lo posible: corrió, quitó pelotas, habilitó a sus compañeros. Y por eso, no fue de extrañarse que antes de que terminara el primer tiempo, el Depor llegó al empate.

Claro que nadie contó, que durante el entretiempo José estuvo cabizbajo, sabiendo cual iba a ser su futuro. Alguien entraría a su departamento mientras el estuviera durmiendo. Todo quedaría como un suicidio.

El segundo tiempo comenzó. Para este momento, la tensión acalambraba hasta al más voluntarioso. Solo José González, el veterano gladiador, corría como si fuera lo único posible en el mundo.

Los minutos transcurrían, y el empate hacía delirar a la parcialidad del Atlético, mientras que los del Deportivo se encontraban en el silencio más penumbroso, como preanunciando la tragedia.

Y el reloj seguía corriendo, y llegaron los 45 minutos. 2 minutos (quizás insuficientes) había dictado el árbitro.

Y llego el córner aquel. Típica jugada de final de partido, de equipo desesperado, si se la piensa. Centro a la olla del Deportivo, y uno de los defensores del Atlético que rechazó la pelota por la línea final. Por supuesto, hasta Marrazzoni, el arquero del Deportivo fue a cabecearla. Díaz, el juvenil lateral del local, fue quien pateó la jugada.

José vió venir la pelota. Impulsándose en unas imaginarias alas, voló hacia adelante, sintiéndose como un fénix post-moderno, renaciendo en ese partido. Alcanzó a cabecear la pelota antes de que esta saliera del campo de juego. Cuando el jugador rival más próximo alcanzó a percatarse de ello, el árbitro estaba pitando el final, y la multitud del Deportivo enloquecía.

Nunca vió el poste izquierdo del arco, se quiere creer. La misma inercia del movimiento, la que lo llevó a marcar el gol, lo llevó contra él. Los médicos dicen que por más que se lo hubiera tratado enseguida (si sus compañeros no se hubieran tirado encima de él para festejar), tampoco hubiera podido sobrevivir, porque murió con el propio impacto.

Nadie se notificó enseguida. El frenesí de la victoria (en los del Deportivo), y la tristeza del fracaso (en los del Atlético) era tal, que sólo segundos después se dieron cuenta de lo que pasaba.

José González, el gran capitán, el guerrero del mediocampo, yacía al pie del poste izquierdo. Vivió como un traidor, es cierto; pero murió como un verdadero ídolo.

Cuando buscaron en sus efectos personales, alguien encontró un cheque por una gran suma. Nadie entendió nunca que hacía eso allí, con las cosas del tipo que todos querían.